EN-SAIGNER


(Fabrice Hadjadj es uno de esos filósofos auténticos que siguen llevando en sus venas la sangre de Sócrates. Es un tábano cicatero que te invita a pensar, que te remueve por dentro y que apunta tu mirada en dirección a la Verdad que, debido a la comodidad, resulta muchas veces estremecedora pero no por ello menos fascinante. Podrás o no estar de acuerdo con su propuesta pero merece la pena leerlo. Sus palabras tienen el olor de la Verdad. Es por ello que me atrevo a publicar un pequeño artículo de él sobre Enseñar, ¿o más bien Educar? Atrévete a leerlo, merece la pena).

Aprovechando este juego de palabras facilón, podríamos juzgar el valor de una enseñanza determinada: ¿Dais vuestra sangre al enseñar? ¿Hay algo en lo que transmitís que haga que merezca la pena darla, es decir, algo por lo que estéis dispuestos a sufrir, porque ese algo es fuente de alegría? Así se puede plantear crudamente la cuestión de la finalidad de un comienzo de curso. Porque no basta con entrar de nuevo en el aula, hay que saber salir de ella. Ahora bien, en nuestros días, los medios para enseñar se multiplican, se discute acerca de su conveniencia, pero de la finalidad apenas se habla, aparte del artificio retórico que consiste en repetir una y otra vez la palabra "ciudadano". Método global o silábico, aceptación de los multimedia o defensa de la tiza, rescate de las letras clásicas, protección de los logros sociales, todos estos temas de interés dejan de lado lo esencial: ¿Cuál es la finalidad de todo esto? Por muy perfecto que sea el método, si no hay nada grande que alcanzar por su medio, inevitablemente no funcionará. En la educación secundaria, la preeminencia de las ciencias aplicadas (o al menos aplicables) sobre las humanidades y la completa aniquilación del aprendizaje manual (que parece no importarle al hombre de la calle, a no ser que sea el hombre que barre la calle) son los signos de nuestra condición de desheredados: el saber del que se trata no conmueve ni cuerpo ni alma, no se interesa ni por las manos ni por el corazón del hombre, pero promete un trabajo muy bien remunerado, el acceso al mundo del consumo, así como un gran número de dispositivos técnicos. Por eso, bajo el reinado de los medios sin fin, esas ciencias aplicables se mantienen como criterio de selección, mientras que la investigación fundamental, la historia y la alfarería, la literatura y la horticultura, no cesan de decaer. Ciertamente, nadie da la sangre por ellas, pero todo el mundo acaba exangüe.

Hasta el siglo XX, algunas grandes ideologías pudieron dinamizar la transmisión del saber: el humanismo de los húsares de la República (2), el comunismo de los mañanas que cantan. La primera se hundirá con la Primera Guerra Mundial; y el movimiento dadaísta, una crítica radical a la cultura que fue impotente para impedir la masacre, la sepultaría definitivamente. La segunda resistió más tiempo, pero la planificación de la sociedad perfecta manifestó rápidamente su carácter totalitario. ¿Qué porvenir nos queda, hoy día, para motivar el gesto de la enseñanza? O mejor dicho, ¿qué enseñar después de Auschwitz -que llena de sospechas la civilización europea-, después de Hiroshima -que, mediante la posibilidad de una destrucción total, nos hace perder la fe en el futuro-, después de Google -tan devastador como los anteriores para lo que aquí nos ocupa, que nos hace perder el ritmo a cambio del algoritmo y la búsqueda de la verdad a cambio del motor de búsqueda?

Nuestros alumnos no son tan tontos como para ignorar todo esto: quizás no sea para ellos un interrogante reflexivo, pero, en todo caso, es un gusano que los corroe. Llegan a clase con ese nihilismo que sólo el lujo de su vitalidad les permite soportar. Y no hay otra cosa distinta que ofrecerles a no ser una visión del hombre que oscila entre el consumidor espectacular y el mono evolucionado. Lo cual les permite cegarse mejor ante el desastre. Como mono superior, el hombre pierde su responsabilidad ante los horrores de la historia y ya no busca más que una redención por la técnica. Como consumidor espectacular, se mata por un sucedáneo de contemplación, satisface su curiosidad pero arruina su estudiosidad; se divierte, finalmente, contra la angustia de una vida que no tiene ningún sentido.

En el fondo, ninguna enseñanza resiste si no es para amar hasta morir. Lo adivina el adolescente, que encuentra el sentido de la poesía desde el mismo momento en que se enamora o que experimenta su finitud. Nuestras clases, que fingen no saberlo, pretendiendo ser trampolines hacia la empresa, no son más que órganos de la desesperanza. Pero ¿dónde encontrar la esperanza? Las utopías han muerto. No obstante, queda el impulso de nuestra herencia, que fue lo bastante poderoso como para construir catedrales y acoger a los más débiles. Al educando, no le niega la educación. Afirma la apertura de cuerpo y alma a la trascendencia los reconoce capaces, a lo largo del tiempo, más allá del tiempo, de amar la belleza crucificada. Partiendo de esa sabiduría se puede transmitir un saber vivo: en él se saborea de nuevo a Virgilio y a Proust como algo que unifica la expectativa del corazón, se ama la física como algo que renueva el asombro, se conoce la historia como algo que nos inscribe en la aventura de nuestros padres, se hacen matemáticas puras como algo que testimonia la gratuidad generosa de la inteligencia.

Todo lo que no esté ordenado a algo que sea digno de derramar la sangre por ello es vano. Todo lo que no nos dé una buena razón para dar nuestra vida es mortal. Desconocer esta evidencia equivale a proponer una enseñanza que no vale nada ante la muerte, y dejar sitio, se quiera o no, a la compensación de las escuelas coránicas o a la amargura de los pendencieros.

En Puesto que todo está en vías de destrucción, pp. 127-130.

NOTAS:

(1)  (...) el término francés para "enseñar" es enseigner, que procede de la misma raíz latina (in-signare) que la palabra española. Hadjadj divide el vocablo modificando una vocal: en-saigner, de modo que se obtiene un homófono en frances, pero se introduce en ella el verbo saigner, que significa "sangrar" o "desangrarse", en el sentido de "dar la vida".

(2) La expresión húsares de la República parece ser original de Péguy que en su obra El dinero (1913), compara a los jóvenes profesores de la Escuela Normal de Orleáns, que iban a enseñar en su escuela republicana, a causa de sus uniformes negros, con los húsares de la caballería ligera que también lucían ese mismo color en sus uniformes. Su misión fundamental era asegurar la educación universal y gratuita hasta los trece años e inculcar en los jóvenes el laicismo dominante.
(Ambas son notas del Traductor, Sebastián Montiel, con alguna pequeña adaptación).


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