SÓCRATES, MODELO DE CIUDADANÍA

Mi buen amigo del alma, compañero y hermano Andrés acaba de animarse a sacar su blog. Te lo recomiendo encarecidamente: La mirada abierta al ser.


Ahora que estamos en tiempos de elecciones me atrevo a publicar aquí la última entrada que ha añadido. Merece la pena leerla y aprender. Si después de leerla no te suscribes a su blog, ¡no sabes lo que te pierdes, compañero!






Dos modos de entender la ciudadanía: los sofistas y Sócrates




Hoy la convivencia recuerda mucho en algunos países de Occidente, aunque suene algo exagerado, a lo que ocurrió nada menos que 2.500 años en la ciudad de Atenas. Me refiero al enfrentamiento entre dos concepciones de la vida cívica, que son en realidad dos modos de entender al ser humano.

Una, basada en la lucha por el poder político y económico como llave para decidir los destinos de todos y como forma de obtener el é xito individual. Es la que encarnaban en la antigua Grecia ciertos famosos personajes a los que se conoce con el nombre de sofistas.

La otra, orientada a conseguir el bien común, como fruto de la orientación al bien por parte de todos y cada uno de los ciudadanos, por encima de intereses particulares y ateniéndose a las exigencias de la justicia. Es la que representa el maestro fundador del pensamiento occidental, Sócrates.

Asombra comprobar que la descripción de ambas concepciones nos permite entender algunas de las claves de nuestro tiempo.

Los sofistas: El poder es la medida de las cosas.

La prosperidad comercial y la paz social que siguieron a la victoria sobre los persas (479 a. JC.), hicieron de Atenas, la polis (ciudad) más poderosa del momento, un hervidero de gentes, un paraíso de las artes y una acumulación de riquezas económicas. Pericles instauró la democracia como forma de gobierno, lo que facilitaba a todos los ciudadanos el intervenir en las deliberaciones pública y restaba influjo a los nobles. Éstos, dispuestos a triunfar en las discusiones y parlamentos, decidieron invertir en la educación de sus hijos para que éstos vinieran otra vez a ejercer el protagonismo político. ¿Pero quién podía formar a los jóvenes para hacerse con el éxito?

Los sofistas eran los educadores de la juventud aristocrática ateniense. Una época como aquélla, en la que el éxito político de los ciudadanos, en especial de los más adinerados, era la preocupación fundamental, favoreció la llegada y el rápido auge de maestros de elocuencia, expertos en el arte de convencer por medio de la palabra y el discurso, llamados a formar a los dirigentes de la vida pública. El historiador Werner Jaeger señala a los sofistas como los auténticos representantes del espíritu de aquel tiempo, “de una época que tiende en su totalidad al individualismo.”[1] ¿Quiénes eran los sofistas?

La enseñanza de los sofistas, reflejo fiel de la mentalidad dominante en este momento, da más importancia al interés y a la búsqueda del éxito social que a la preocupación por averiguar qué es bueno, verdadero y justo. La utilidad y la eficacia importan tanto que la virtud se reduce a la habilidad o destreza en el manejo de las técnicas que conducen al poder y a la riqueza. Virtuoso significará hábil. Y virtud cívica (politikè areté) se entenderá como sinónimo estricto de habilidad política.

La educación que imparten los sofistas apunta al cultivo de la pericia para desenvolverse ante un auditorio de acuerdo con lo que se espera o se desea conseguir de él. El escepticismo intelectual que profesan con más o menos variantes pone de manifiesto que no hay criterios objetivos en la naturaleza de las cosas (‘physis’) que puedan servir de indicación o pauta para la conducta de los hombres. No puede reconocerse en ese ámbito una norma trascendente o superior para la valoración de las acciones humanas: Nada es bueno ni malo de suyo. Como afirma Protágoras, “las cosas son según le parece a cada cual”. Se entroniza así el relativismo ético. Con él, la ley del más fuerte, del más sagaz e influyente, del más ágil, de los más numerosos, amenaza con convertirse en norma.

Por la misma razón tampoco existe un fundamento que justifique la existencia y el contenido de las leyes más allá o por encima de los acuerdos o pactos humanos. No es posible remontarse a una norma de justicia o legitimidad que trascienda lo legal establecido.

Ahora bien, frente a esta carencia de fundamentos objetivos para el saber, para la moral y para la vida social, se alza eficaz y magnífica la palabra. “Con la palabra, proclama Gorgias de Leontino, se fundan las ciudades, se construyen los puertos, se impera al ejército y se gobierna al Estado.”

“En cuanto a los dioses, dirá Protágoras nuevamente, no alcanzo a saber si existen o no. Numerosos son los obstáculos que impiden saberlo, tanto el carácter no manifiesto de la cuestión como la vida breve del hombre.”[2] A este respecto, Critias no duda en pronunciarse acerca del posible valor –valor de utilidad- de la existencia de los dioses con palabras que hubieran despertado la admiración de Voltaire o Diderot: “Hubo un tiempo, relata el sofista ateniense, en que la vida de los hombres era desordenada y salvaje, esclava de la fuerza, ya que no había ninguna recompensa para los buenos y ningún castigo para los malos. Y me parece, prosigue, que por ello los hombres establecieron leyes punitivas, a fin de que la justicia fuese soberana de todos por igual, y se dominase la fuerza... Y como las leyes impedían hacer en público actos de violencia pero se hacían a escondidas, entonces, según parece, un hombre prudente y sabio inventó para los humanos el temor a los dioses.”[3]

En cuanto al ser humano, la sentencia de Protágoras parece dejarse escuchar aún entre los foros y areópagos de todos los tiempos y latitudes: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, y de las que no son en cuanto que no son.”[4] Cada individuo, por consiguiente, determina el valor y la consistencia que las cosas o las acciones han de tener, en función del modo en que afectan a su vida.

Pero la radical pregunta que tantas veces le atajó el paso en su camino disolvente: “¿Y quién es la medida del hombre?”, apenas logró enmudecerla por un momento.[5] Porque Gorgias, aún más consecuente, viene a argumentar: -¿Y qué más da?... Aunque nada existiera con certeza, aun cuando nada explique que podamos conocer y comunicarnos[6], “la palabra es una gran dominadora, puesto que con un cuerpo imperceptible realiza obras verdaderamente divinas”[7], y esa palabra está a disposición del hombre capaz de hacer uso de ella.

En suma, puede concluirse que para Gorgias, aunque no conocemos nada más que apariencias, la retórica es el arte de descubrir y utilizar aquéllas que pueden sernos útiles en cada caso particular. En palabras de Jaeger, Gorgias “considera como prueba de la grandeza de su arte del hecho de elevar la fuerza de simple palabra a instancia decisiva en el más importante de todos los campos de la vida, en el de la política.”[8] La retórica es el instrumento idóneo para hacerse con el poder, para mantenerlo y acrecentarlo.

La concepción sofística del hombre es la de un “ciudadano del mundo” (kosmopolités) que, desarraigado del entorno nutricio de su ciudad, se emancipa por su destreza y habilidad, por su sagacidad y por el grado de poder al que consigue encaramarse, de toda índole de leyes naturales, dioses, principios especulativos y costumbres ciudadanas. Dominador y autor de leyes (convenciones) y pactos, aparece como creador de valores, al ser medida de lo que es y de lo que no es por su voluntad y su elocuencia.

Llamado de este modo a dominar sobre sus semejantes, se apoya en la retórica para lograr el poder político; aparece así como un ser independiente, autosuficiente en la medida en que logra el poder, pero inerme y sin respaldo alguno cuando se ve a merced de más sagaces adversarios.

Estamos ante una visión antropocéntrica de la realidad, ya que nada en la naturaleza es ajeno o superior a los intereses del hombre, o al menos nada de lo ajeno a dichos intereses merece ser tenido en cuenta en el ámbito natural o en cualquier otro. Ni el ser en su globalidad ni el hombre mismo en cuanto tal –¿quién es el medidor del hombre?- tienen consistencia ontológica. Todo -lo natural, lo social, lo humano- se subordina al arbitrio de quienes de hecho están en condiciones de decidir sobre su valor en la práctica. Las cosas “son”, resultan ser o se valoran tal y como decida quien de hecho puede hacerlo: los hombres –cada cual para sí, y los poderosos para la colectividad- son la medida de las cosas. Lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, es determinado por el legislador. Sea lo que sea, lo que éste decida será lo que “está bien”. En suma, los que triunfan por su elocuencia y su sagacidad son los que imponen su manera de ver la vida. Los que fracasan en el empeño quedan de este modo marginados y a su merced.

Atenas se ha convertido en una palestra de ganadores. Lo malo es que ya no es un pueblo, al menos del modo como los griegos habían entendido la polis hasta ese momento, como un ámbito de convivencia que brinda criterios, valores, identidad y acogida a los ciudadanos.

Escepticismo, relativismo y nihilismo práctico son lacras profundamente impresas en la vida pública y privada de Atenas cuando Sócrates, un ciudadano más bien modesto que vive de su trabajo de alfarero, aparece en la vida pública. No predica, al parecer, doctrina alguna; pero su conversación y sobre todo sus preguntas, ponen en serios aprietos a personajes notables y a sofistas. Ni que decir tiene, su actividad despierta la curiosidad y el entusiasmo de un buen grupo de jóvenes amigos, entre los que se encuentra uno de apenas veinte años al que todos cariñosamente apodan Platón. Pero al mismo tiempo se granjea la animadversión de hombres poderosos que no cejarán hasta conseguir su muerte.

 
Sócrates: “Amigo, ocupémonos del alma”

Si para los sofistas la medida de todas las cosas, de su ser y su no ser, de su valor y su indigencia, es el hombre, no en cuanto tal sino en cuanto capaz de dominación, para Sócrates el verdadero valor de las cosas pasa igualmente a través del ser humano. Pero él no se hace cuestión de lo que el hombre ‘dice’, de lo que ‘hace’, ‘puede’ o ’tiene’, sino de ‘lo que es’ y, en consecuencia, de lo que ‘debe’ hacer. Y de ahí que haga suya, como inspiración permanente de su pensamiento, la máxima de Delfos: “Conócete a ti mismo”. No se considera a sí mismo sabio, sofista, sino filósofo, buscador de la verdad, amante apasionado de la sabiduría y también de su ciudad.

Lo primero que llama la atención en la antropología de Sócrates es su interioridad. Así, podemos leer en la Apología escrita por Platón: “Toda mi preocupación se reduce a moverme por ahí, persuadiendo a jóvenes y viejos de que no se preocupen tanto ni en primer término por su cuerpo y por su fortuna como por la perfección de su alma”.[9] Lo radical en el ser humano está en su interior, en lo que Sócrates llama su alma, ese núcleo íntimo que define la identidad de cada hombre o mujer y que es fuente de su actuación moral. No es que el cuerpo sea ajeno al hombre, sino que debe subordinarse en todo momento a lo que en el ser humano hay de más noble, el alma, que es inmortal y cercano a la divinidad.

Cada hombre, buscando en su interior, en su alma, encontrará la pauta de su conducta moral, tanto para su vida privada como para la vida pública, y que es superior a él mismo y a sus deseos e intereses. Pues no hay en el hombre dos vidas o identidades. “La cultura en sentido socrático, afirma Jaeger, se convierte en la aspiración a una ordenación filosófica de la vida que se propone como meta cumplir el destino espiritual y moral del hombre.”[10] Por eso, la verdadera educación no consiste en adiestrar al hombre en el manejo de ciertas habilidades retóricas o sociales, sino en el cuidado del alma, es decir, en ponerla en condiciones de alcanzar el conocimiento de la verdad y del bien, y en el ejercicio de una vida conforme a la virtud. Para un hombre que vive así, el conocimiento de la verdad, es decir, la ciencia (episteme), vendría a ser un ámbito de saber no sujeto a los intereses, a las circunstancias o las variables opiniones, sino dotado de consistencia y objetividad, al alcance de cualquiera, poderoso o no, que busque el conocimiento de sí mismo y en éste, no el temeroso culto a las apariencias, sino el descubrimiento de un modo de ser que reclama fidelidad y que ofrece la norma que ha de seguirse en la vida.

La reforma de la polis, abrigo espiritual del hombre griego, consiste para la mirada socrática en la restauración de un sentido moral interior en el que la verdad y la justicia son para todos por igual, por encima de opiniones e intereses; nunca realizable por la implantación violenta de un poder externo sino por el cultivo de la virtud en el alma de cada ciudadano.

La filosofía, ese camino que busca saber acerca de la esencia y de las causas de las cosas, presenta en Sócrates una dimensión de ultimidad. Es el esfuerzo de la razón y del amor para trascender el estrecho ámbito de los intereses inmediatos, y para conocer los fundamentos y el sentido último de la vida. Ningún sofista podría afirmar como él ante sus jueces: “Atenienses, os respeto y os amo; pero obedeceré a Dios antes que a vosotros y, mientras yo viva no dejaré de filosofar, (...) diciendo a cada uno de vosotros cuando os encuentre: Amigo, ¿cómo no te avergüenzas de no haber pensado más que en amontonar riquezas, en adquirir crédito y honores, en despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría, y de no trabajar para hacer tu alma tan buena como pueda serlo?”[11]

Frente a la usurpación realizada por una presunta forma de sabiduría, reducida por la retórica sofística a ser instrumento al servicio del interés y del poder a ultranza, Sócrates representa la búsqueda sistemática de la verdad como una forma de vivir, la filosofía; ésta se hace camino hacia el interior del ser humano y hacia su conciencia moral, abierta a la realidad misma de las cosas, de la que todos los hombres deben y pueden aprender.



[1] Werner JAEGER. Paideia: los ideales de la cultura griega. México, 1971, pág. 272.


[2] DIÓGENES LAERCIO, IX, 51. DIELS, B 4.


[3] DIELS, 88 B 25.


[4] DIELS, 80 B I.


[5] Platón responderá taxativamente a Protágoras: “La medida de todas las cosas es Dios.” (Leyes, 716 C). Esta es en definitiva, a nuestro juicio, la única batalla que desde sus principios conmueve al mundo.


[6] “Nada existe. Aunque existiera no puede conocerse. Aunque fuera conocido no puede comunicarse” (DIELS, 82 B 3. Cfr. SEXTO EMPÍRICO. Adv. Math. 7, 65 y ss).


[7] Elogio de Helena, 8, 14.


[8] WERNER JAEGER. Ob. cit., pág. 513. Para este autor, la retórica, en este contexto, no incluye tras su pantalla deslumbradora “ningún saber objetivo, una filosofía sólida ni una concepción firme de la vida; además, no la anima ningún ethos, sino que sus móviles son la codicia, la voluntad de éxito y la falta de escrúpulos” (Ibídem, pág. 512)


[9] PLATÓN. Apología de Sócrates, 171, 29 e.


[10] WERNER JAEGER, Ob. cit., pág. 450.


[11] PLATÓN. Ob. cit., 169, 29 d-e.

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