"SI QUIERES ESCUCHAR EL CANTO DE LOS PÁJAROS"
(Segunda parte del artículo "Mal de Escuela" recogido también en este blog).
Planteaba en mi anterior artículo la necesidad de abordar la calidad del profeso- rado como un problema no solo clave, sino, además, urgente. De su importancia hablaba como condición para mejorar la calidad de la educación y, por consiguiente,
del desarrollo del bienestar tanto personal como social. La necesidad de renovar 200.000 profesores
en los próximos diez años por recambio generacional, explica la urgencia de la tarea.
Pero, para sacar la primera promoción de esos nuevos profesores, se requiere casi una década
según las propuestas más solventes de formación del profesorado. No hay tiempo que perder.
Como decía entonces, sobre la calidad del profesorado existe una amplísima literatura, y
de ella podemos y debemos sacar las pertinentes conclusiones, compartidas muchas de ellas
a través de la evidencia empírica. Sin embargo, lanzaba entonces una pregunta previa: ¿en
qué consiste un buen profesor? Lo cual nos lleva a otra previa: ¿en qué consiste una buena
enseñanza? A esta segunda podríamos responder de modo breve, que consiste en lograr que
los alumnos asimilen un patrimonio cientí6co, técnico y cultural que les permita su desarrollo
personal y su plena inserción en la sociedad, contribuyendo de modo crítico a mejorarla.
Más difícil, en cambio, es de6nir al buen profesor en la medida en que el buen profesor
es una persona única, que ha encontrado “su propio lenguaje”, es decir, quien ha encontrado
maneras para valerse de sí mismo, de sus conocimientos y de su entorno para encontrar su
propia satisfacción y la de la sociedad, en la educación de otras personas”.
Parto de una tesis inicial: no es el método de enseñar el que hace bueno al profesor, sino
el profesor el que hace bueno al método. Un buen profesor es, ante todo, una personalidad
única. Pero si esto es así, podemos predecir desde el comienzo que el intento de encontrar
un per6l común y uniformado del profesorado va a ser una tarea inútil. Habría que tener
en cuenta esto a la hora de enseñar metodologías y darle el valor que tienen: ni ignorarlas
ni sacralizarlas. Las modas, aunque sean pedagógicas, son las primeras que pasan de moda.
La primera condición de un buen profesor, neologismos y eufemismos aparte, es que
tenga vocación, es decir, que le apasione la tarea de enseñar. Un docente sin vocación, que
solo soporta su tarea con resignación, no puede entusiasmar ni suscitar el deseo de aprender
y, por lo tanto, le será muy difícil enseñar. El buen profesor es aquel al que le gusta su materia,
le gusta enseñarla y le importan los alumnos.
Que tenga vocación es una cuestión personal, si bien la vocación, como la amistad y
otras cosas importantes en la vida, surge de modo espontáneo, pero es necesario cultivarlo
de modo consciente. Comprobar que un candidato a profesor tiene vocación por enseñar
es cuestión más difícil, pero no imposible: existen métodos al alcance de la psicología, de
la pedagogía, etc.
Como parte de esa vocación está la percepción que uno tiene de sí mismo y de la ense-
ñanza, y la utilización e6caz de su talento, de sus conocimientos y del entorno para ayudar a
los alumnos y a sí mismo, para conseguir su propia satisfacción y la del alumnado.
En segundo lugar, necesita el gusto y el dominio de la materia objeto de enseñanza.
El interés por ella supone una curiosidad intelectual que le permita buscar la actualización
permanente, relacionar dicha materia con los aconteceres de cada día, con las ciencias y
saberes próximos, etc. El saber, como la vida misma, es relacional: “El médico que solo sabe
medicina, ni medicina sabe”.
Saber relacionar con el entorno esos saberes es hacer ver a los alumnos por qué es interesante
conocerlos, qué repercusiones tienen en nuestro alrededor, en nuestra vida y en la de
los demás; en de6nitiva, es hacer pertinentes esos saberes. No olvidemos que en la enseñanza
actual damos demasiadas respuestas a preguntas que no se han planteado previamente. Respuestas
que no sean pertinentes, son respuestas impertinentes, irrelevantes y absurdas para
los alumnos –un “peñazo” en terminología estudiantil–.
En tercer lugar, el buen profesor debe conocer algunas destrezas y habilidades pedagógicas.
Entre estas destacan el conocimiento de las características propias de la edad de los alumnos,
técnicas de dinámicas de grupo, de intermediación, etc., pero teniendo en cuenta que “no
existen enfermedades, sino enfermos”, por lo tanto, los conocimientos generales solo son
válidos en la medida en que se cumplen en el caso particular.
Solo entonces, y cuando se dominan y aplican estos conocimientos y habilidades, tiene
sentido la didáctica de la asignatura. Hemos asistido a una sobrevaloración de esta última,
a una consagración de los métodos, según modas y tendencias, a veces de modo acrítico.
Como dice un aforismo oriental: “Si quieres escuchar el canto de los pájaros, no compres
una jaula, planta un árbol”. Hay que suscitar las vocaciones a la enseñanza y no enjaularlos
con apriorismos metodológicos.
En de6nitiva, es el profesor el que hace bueno al método y no al revés. Un buen profesor
es, en cierta medida, más una obra de arte que un producto tecnológico… nada más y nada
menos.
(Juan Antonio Gómez Trinidad en Escuela, Febrero 2016)