CUM DOLOR ET SPES

Para Aida




Te hiciste presente en mi vida como compañera. Te vi por los pasillos. Crucé contigo algunas pocas palabras… ¡Y partiste!

La noticia de tu ida me llegó hondo… Y me duele… Me duele tu muerte, tu partida, pero mucho más me duele el haber pasado a tu lado y no haberte conocido, el no haber compartido vida…

Por ello te debo algo tras tu muerte; compartir algo de mi pobre vida contigo. Y no sé otra cosa que hacer que pensar, poco y mal, pero es lo que soy o al menos aspiro a ser… Para ti, y los que te conocen y quieren, estas mis pobres palabras: Cum dolor et spes.

Cum dolor

Hablar de la muerte resulta doloroso. ¿Por qué? Porque la muerte no lo es en tercera persona, la muerte es mi muerte.

La muerte se me da como dolor. Y el dolor no es más que una de las manifestaciones del mal. La muerte es la afectación radical del mal sobre mí y el dolor de la muerte, de los que me rodean, como un preanuncio del mal que me acecha.

Pero dicha muerte, mi muerte, no da la cara. No es patente sino latente. Se me da como misterio, como parte de ese otro misterio al que se ha llamado mysterium iniquitatis y que no es otra cosa que el misterio del mal.

El mal que es mi muerte es misterio y, como todo misterio, apela a mi razón que, humildemente, se acerca a él queriendo arrancarle al menos un poco de su velo.

¿Por qué percibo de forma absolutamente indudable que mi muerte es un mal? Porque no quiero morirme.

¿Y por qué no quiero morirme? Ante esta pregunta se caen las respuestas planas… Si todo fuera tan fácil como que la muerte es el término final, el no querer morirme y la pregunta sobre su porqué no sería planteable.

Sin embargo, me la planteó. ¿Por qué no quiero morirme? Porque me percibo eterno. Sólo desde esta indudable percepción constato mi muerte como mal, como profundo error, como negación…

Mi eternidad y mi muerte. Dos datos irrenunciables pero no contradictorios. Me encuentro ante una paradoja.

¿Paradoja? Sí, una paradoja que me muestra que mi muerte es un mal, pero no puede ser un mal radical sino accidental.

¿Accidental? Sí, si me muriera del todo, no percibiría la muerte como mal, sino que me conformaría con que fuera término; lo cual, como experimento mental, es planteable pero, de hecho, irrealizable.

… et spes

Si estoy en lo cierto, el problema de mi muerte no está en ella, está en mi vida.

Reconocer que soy eterno hace que la muerte suponga una línea divisoria que distinga entre un antes, mi vida ahora, y un después.

Y si hay solución de continuidad entiendo que el ahora y el después están relacionados y la relación soy yo.

Por tanto, el problema soy yo. El problema es lo yo soy y lo que debo ser. Lo que soy y lo que espero. Pero lo que espero depende lo que soy, de lo que hago. Es por lo que se dice que soy un ser moral.

Por ello, quizás tenía razón Sócrates cuando al dirigirse a los jueces que le habían condenado a muerte les exhortaba: “Vosotros también, oh jueces míos, debéis tener buena esperanza ante la muerte y convenceros de una cosa: que no hay mal posible para un hombre de bien, ni durante esta vida, ni después en el reinado de la muerte, y que los dioses jamás descuidan los asuntos de los hombres justos”.

Ese es el problema, no mi muerte sino mi vida. Y he ahí la clave, ser un hombre de bien. Esa es mi esperanza.

Por eso Aida cum dolor pero, ante todo, cum spes.

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