PENSEMOS, PENSEMOS, SEAMOS LIBRES

(Me atrevo a publicar la última entrada en el blog Entreparéntesis -http://entreparentesis.org/pensemos-pensemos-seamos-libres/ - de mi gran maestro Miguel García-Baró. En una época de tanta sofistería que intenta pasar por filosofía, viene bien una bocanada de aire fresco que nos recuerda lo que de verdad es Filosofía).


Hay hoy dos géneros de literatura que se presenta como filosófica: el que se cultiva habitualmente consiste en exponer en otras palabras, con mejor o peor fortuna, lo que ya otros han dicho; el que apenas se cultiva consiste en ofrecer al lector los frutos del propio pensamiento de quien firma el texto.
En el primer género hay trabajos de orden puramente histórico y hay otros que, dedicados a autores próximos en el tiempo, se aventuran a comparar a unos con otros. En ambos casos, el buen éxito está en lograr argumentar más claramente y exponer con más lucidez lo que se lee peor en las fuentes.
Pertenecen al segundo género los trabajos que, después de repasar verazmente lo que ya se ha publicado, terminan por zanjar cuestiones en primera persona del singular o abren preguntas allí donde se daba por entendido que no cabían. Es siempre posible intentar la originalidad desde la primera línea, pero dada la cantidad y la calidad de nuestro pasado filosófico, salvo extrema necesidad de proceder de ese modo, lo justo y lo sabio es subir a hombros de gigantes y otear desde allí los panoramas que, al pie de esas grandes figuras, no se han terminado de ver en la mejor de las perspectivas.
El primero de estos géneros literarios no es filosofía, y se abusa de la ductilidad de las palabras llamándolo con este nombre. Es una variante especial de la historiografía, que puede, sin duda, prestar ayuda a los filósofos. En cuanto a estos, en absoluto es que se encuentren en un rango superior del mérito académico; sencillamente, sus intereses son otros.
Inevitablemente, el filósofo quisiera contribuir a la mejora de la realidad histórica. Incluso si su trabajo comenzó por la mera curiosidad o por el impulso inexplicado de una vocación que no se podía reprimir, él mismo no se convierte en filósofo mientras no lo golpean las cosas con sus enigmas y sus misterios.
A partir de que su labor dé así el salto al campo de la filosofía, la búsqueda y el gozo de la verdad y el bien con los que se ve comprometido para siempre no pueden dejar de tener un aliento moral y político. Aunque deba seguramente decirse para sí mismo el filósofo principiante que tan solo quiere verdad, bien y belleza puros, ve muy pronto que necesita el diálogo con otros, estén o no en la empresa de una búsqueda como la suya; ve también que cada pequeño paso que él da le exige que lo comparta, que lo diga o lo escriba. No para suscitar un debate -los debates corren el riesgo de volverse competiciones que no tienen nada que ver con la verdad, sino solo con el orgullo de quienes discuten- sino para obtener un efecto muy parecido al eco, enriquecido por la reacción original de otras vidas ante sus pequeños descubrimientos. Toda claridad intelectual es irradiante porque es experiencia del Espíritu de las cosas, no experiencia de nosotros mismos, y las cosas irradian y así nos liberan de nuestra oscuridad.
Pero para que las consecuencias morales del pensamiento puedan darse, hasta cuando se tratan filosófica o sea radicalmente temas de naturaleza práctica o política es necesario haber primero intentado orientarse personalmente en el terreno de lo que la tradición llama filosofía primera o metafísica.
La filosofía primera es ante todo doctrina sobre la verdad, la realidad, la libertad y los límites extremos de la capacidad de transcendencia que posee la naturaleza humana. No hay nadie que no tenga una posición acerca de estos asuntos, pero desgraciadamente es raro que a esa posición se haya llegado reflexionando, parándose a pensar y gustar las cosas, y no por mero empujón de los acontecimientos -en realidad, nunca es por tal empujón, sino a causa de la interpretación que se hace de lo que nos pasa, y el peligro tremendo es que esta interpretación sea irresponsable-. De aquí que todo ser humano representa una tesis metafísica, pero en nosotros mismos tenemos la prueba evidente de que esas tesis suelen valer muy poco.
Tomar conciencia de esta situación es ya una reacción moral de la máxima importancia.

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