EL PENSAMIENTO ‘PRÊT-À-PORTER’



Otra joya más.
Que la disfrutéis.

A veces, me da la impresión de que vivimos en una sociedad donde no solo la moda, sino el modo de pensar, sentir, construir y disfrutar es prêt-à-porter”.

Una sociedad en la que cualquier producto de consumo, ya sea material, intelectual o espiritual, es fabricado en masa, con tallajes estandarizados y en la convicción de que todos comprarán dichos productos, incluso
con la satisfacción pueril de estar en la onda.

Por supuesto, el producto nunca es personal, pero ha de ser necesariamente efímero y rentable económicamente.

La cuestión puede ser frívola en lo que al vestir ser re'ere y en ello no voy a entrar. Sin embargo, me parece mucho más peligroso el imperio de la moda prêt-à-porter en lo que se refiere al mundo de las ideas.

Tal vez exista, permítanme la licencia, algún laboratorio oculto y encargado de diseñar la supresión del pensamiento propio, del sentido común y del coraje de atreverse a pensar por sí mismo. De otro modo,
no acierto a explicarme tal cantidad de barbaridades legislativas y de modas intelectuales, entre las cuales están, cómo no, las pedagógicas.

Situados ya en la segunda década del siglo XXI, ¿hemos alcanzado, de verdad, la mayoría de edad? ¿Somos capaces de atrevernos a pensar por nosotros mismos?

¿A expresar nuestras ideas y a argumentarlas frente a las teorías oficiales o de moda?

El problema trasciende del ámbito educativo y es un síntoma más de la decadencia intelectual y moral de occidente, pero debe detectarse en la escuela y en ella debe empezar a solucionarse. ¿Por qué cuesta
tanto tener criterio y pensamiento propio y, en caso de tenerlo, expresarlo con respeto, pero con firmeza?

En primer lugar, por la superficialidad reinante que nos adormece: preferimos vivir anestesiados en el mundo de las sensaciones, sin atrevernos a pensar, bien sea por comodidad o por miedo a las consecuencias de nuestra reflexión, entre las cuales no es menor la de encontrarnos con nosotros mismos, con nuestro vacío interior, y con aquellos principios intelectuales y morales que nos siguen incordiando. “La televisión actual –decía hace años una pensadora– demuestra que el hombre moderno es capaz de ver cualquier cosa con tal de no verse a sí mismo”.

La segunda causa puede ser que, aunque aún tengamos principios o ideas propias, no estamos dispuestos o no somos capaces de luchar por ellos. No queremos luchar contra corriente y justificaciones no nos faltan;
pero, ¿qué sería de la sociedad actual si Santa Teresa, Gandhi, el Greco o Einstein no se hubieran atrevido a ser diferentes?

Esa falta de compromiso con los principios, que algún día fueron nuestros, nos lleva a una mediocridad intelectual, a esperar qué dirán los demás para apuntarnos a la opinión de moda y, a veces, a un pasotismo moral con la consiguiente inacción social. El afán de agradar, de no complicarse la vida, esconde, en el fondo, un infantilismo de querer complacer a todos y el miedo a la reacción del qué dirán que, en manos de la megafonía de las redes sociales, se ha convertido en el “gran hermano” que todo lo ve, juzga y condena.

Tenemos pánico a ser “el salvaje” que tiene vida propia, no seriada ni amorfa, en este nuevo “mundo feliz” en que aparentemente vivimos.

La tercera posible causa, consecuencia de las dos anteriores, es que hemos perdido la sensibilidad moral, la capacidad de intuir, de captar los valores. Con gran acierto decía una pensadora que el bien solo se comprende cuando se practica y el mal cuando se evita, dicho de otro modo, que quien no vive como piensa, acaba pensando como vive.

Cuando no se es coherente con los principios, cuando no se está dispuesto a sufrir por ellos, se acaba perdiendo la comprensión de ellos.

Lo peor de todo, lo más grave de esta sociedad frívola, de la insoportable levedad ética, no es la renuncia y el olvido de los principios, sino que se niega el derecho a buscarlos y sostenerlos. Al “no le des vueltas”
intelectual, le acompaña siempre el “déjalo” moral, a la negación de la verdad, le sigue el “lavarse las manos”. Eric Fromm decía que hoy, a quien busque los principios, se le llama intolerante.

Es lo que de modo brillante, pero polémico, denunció Hannah Arendt con la “banalización del mal”, aceptar lo malo como lo corriente, lo que todo el mundo hace, lo más eficaz. Aunque ella lo aplica a los criminales nazis, es el mismo proceso que se produce en cualquier grupo o sociedad, aunque con consecuencias menos dramáticas.

Por encima de otras cosas, la prioridad de la educación actual en un mundo masificado, es enseñar a nuestros alumnos, para que puedan decir, como en Invictus: “Soy el amo de mi destino. Soy el capitán de mi
alma”. Para ello se necesitan urgentemente maestros que susciten en los alumnos el deseo de ser auténticos. Se necesitan líderes.

Juan Antonio Gómez Trinidad
en ESCUELA Núm. 4.061 (626). 14 de mayo de 2015.

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