LEER Y LEER

(Publico una entrada antigua de Miguel García-Baró. Impresionante. ¡Qué pena que haya sido la última de su colaboración en Entreparéntesis!).




¿Para qué leemos? ¿Para qué escribimos? ¿Se trata de dos preguntas que en realidad equivalen? ¿Podríamos asegurar que también se les iguala el sentido de la cuestión de por qué pensamos?
Pascal, ese desengañado excesivo del ser humano, decía que por lo general leemos para poder decir que hemos leído. Sobre todo, los profesores y los llamados intelectuales (profesionalmente intelectuales, según esta palabra que aunque esté anticuada no queremos dejar caer de la boca). Alguna vez he recordado la estupenda anécdota del catedrático de provincias que empezaba su curso diciendo al grupo de pobres matriculados en él que entre ellos y su profesor había una distancia de 5000 libros. Y en mi biblioteca hay buen número de piezas que caen dentro de la clase literatura defensiva, o sea, la de todo aquello que el joven profesor inexperto y poco leído ha de conocer para que sus alumnos aprendan con él lo que deben aunque contravenga mucho de ello a los materiales en que preferiría ese profesor gastar su escaso sueldo.
Hay lecturas que se hacen para llenar de bellas impresiones las horas ociosas. Solo si se llega a la página 47 de cierto libro perfectamente prescindible -escrito por uno de esos intelectuales que siempre afirman que escriben por absoluta necesidad de hacerlo- se encontrará esta falsedad tan hermosamente dicha: “Si el sino o la muerte no tercian, no faltará ocasión para que una presencia fortuita -alguien, cierto olor, tristes recuerdos agazapados- nos despoje de los sueños frotándonos el hocico contra la inmundicia, condenándonos a una cruda vigilia eternamente confiada en el improbable retorno de la dicha”. En fin, vaya por Dios. (Les confío un graffiti irreverente en la pared de mi pueblo: “Tu vida es una puta mierda y no lo sabes”. Al pie, otra mano: “Negativo”.)
Mejor será decir que leemos a causa de nuestra ignorancia del divino lenguaje de las cosas y llevados por la idea, nada pascaliana ni cínica, de que ha habido muchos otros que lo han aprendido en parte y nos abrirán los ojos para que repitamos por nuestra cuenta esa felicidad tan imprescindible. Cuando es este el fundamento del ansia de leer, se realiza aquello que defendía Morente: quien necesita pensar profundamente adopta la actitud del Doncel de la catedral de Sigüenza, que lee inacabablemente hasta en la otra vida. Y la necesidad de escribir arraigará entonces en que queremos continuar la tradición de quienes han visto y han comprendido algo, porque quizá alguien que no lea un texto viejo o escrito en lengua que haya “muerto”, a lo mejor sí nos lee a nosotros.
La genialidad de la obra de Dios que es el ser humano permite que existan, en
efecto, autores que han llegado a serlo gracias a ese impulso (y les ha sucedido el milagro de tener editor). Una sola frase de tales plumas nos hunde en la meditación. Dos ejemplos: Maeterlinck dejó dicho: “Yo no sé si me atrevería a amar a un ser humano que no hubiera hecho llorar a nadie.”Florenski define así la amistad: “La contemplación de sí mismo en Dios por medio del amigo”.
Hay algo en que coinciden estos dos escritores del principio del siglo pasado, y este algo lo explora de modo extraordinario Semión Frank, por las mismas fechas, en un libro asombroso que nadie parece haber leído (escrito como está en ruso en 1915, y siendo Frank uno de aquellos deportados en el Barco de los Intelectuales que hizo zarpar ese misterioso criminal llamado Lenin).
Este libro magnífico y maravillosamente carente de efectos literarios se titula El objeto del saber y su traducción española merecería un premio nacional -si alguien la leyera además de usted y yo-. Frank dice en él una de esas cosas que todos sabemos pero que no recordamos nunca o cuya evocación no suscita en nosotros una perplejidad sagrada: que ya poseemos lo que para siempre ignoraremos, lo inconcebible, porque solo a su vista -no, desde luego, a su conocimiento- es como se desarrolla nuestra vida entera. Toda ella consiste, al menos por uno de sus lados más evidentes, en arrancar al Fondo único misterioso del Ser esquirlas (una bonita imagen de Zubiri) de verdades claras. Pero ese fondo único ha de reunir en sí el tiempo y la eternidad, lo manifiesto y lo oscuro; ha de consistir no en nada que se someta a las reglas de nuestro entendimiento, sino que, al constituir la condición que las hace posibles a todas, ha de ser la coincidentia oppositorum, que nuestra razón se representa antinómicamente.
Empieza a entrar a pasitos tímidos en nuestra lengua lo realmente fuerte, lo máximamente denso del milagro de la filosofía rusa en los cuarenta años que precedieron a la revolución. Como es ahora agosto y todos tenemos una porción del descanso del sábado, permítanme que les transcriba un párrafo de Vladímir Soloviov, piedra angular de esta línea de pensadores. Cuando lo hayan leído dos o tres veces, lentamente, tendremos respondida la pregunta con la que inicié este texto. Vean: “Lo verdaderamente existente, precisamente por ser uno, es juntamente con ello también todo, o más exactamente: contiene en sí todo; lo verdaderamente existente es omni-uno… Lo absoluto se define como libre de todo, como incondicionalmente uno; pero también se define como aquello que lo posee todo… Existe una unidad negativa, aislada y estéril, que se limita a la exclusión de cualquier pluralidad; pero existe también la unidad verdadera, que no se opone a la pluralidad, que no la excluye, sino que, poseyendo con calma la superioridad que le es propia, domina sobre lo que le es opuesto y lo somete a sus leyes. La mala unidad es vacío y nada; la verdadera es el ser uno que incluye en sí todo. Esta unidad positiva y fecunda comprende en sí, determina y manifiesta las fuerzas vivas, las causas uniformes y las cualidades diversas de todo lo que existe.”
Por cierto, Soloviov -y lo mismo, aun con diferencias confesionales múltiples, esas otras gentes ardientes- continúa así: “Con la confesión de esta unidad viviente que produce y lo comprende todo, comienza el Símbolo de la fe cristiana.”


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